Cosas que me gustaban de noviembre

No viejun@s malpensados, noviembre no es el nombre de ninguna indígena que pude haber conocido en alguna isla desierta después de que mi nave pirata naufragase en mitad de una horrorosa tormenta. Hoy os quiero hablar del mes número 11 del año, hoy os hablaré de noviembre y de las razones que hicieron que fuese mi mes preferido.

Para empezar el frío. En noviembre empieza a hacer frio de verdad. Si amigit@s, me gusta del frío, siempre me ha gustado y por consiguiente siempre he odiado el calor. He desarrollado una teoría a lo largo de los años que reza así: «Si tienes frío siempre te puedes tapar más, si tienes calor te puedes quitar toda la ropa y te puedes arrancar toda la piel a tiras y seguirás teniendo calor». Me encanta la sensación de llevar mucha ropa encima y creo que con una chaqueta puesta eres mucho más interesante que vistiendo solo una camiseta. Recuerdo como entraba a clase los primeros días de noviembre con mi trenka con botones alargados de hueso con posado chulesco, mirando por encima del hombro a los otros 44 alumnos  y como la colgaba en el colgador del fondo de la clase, en el gancho que tenía el número 43 escrito con rotulador.

La siguiente cosa que me gustaba de noviembre eran las hojas secas que como una alfombra cubrían las calles. Esto para mí convertía cada viaje de casa al cole y del cole a casa en una aventura y en un juego. Me inventé cientos de normas y retos que cada día tenía que conseguir. Por ejemplo: intentar ir de casa al cole sin pisar ninguna hoja y a la vuelta totalmente al revés, es decir, no pisar nada que no fuese una hoja. Y la cosa se podía complicar hasta el infinito al intentar, por ejemplo discriminar entre los colores de hojas y/o sus tamaños. También me gustaba mucho encontrar las más secas y escuchar el sonido que producían al pisarlas, un sonido crujiente que me atraía sobremanera y que aún hoy en día busco reproducir en cuanto llega noviembre.

Otra consecuencia del frío era la ropa de cama. Hoy en día con todos estas fundas nórdicas made in Sweden que invaden nuestras casas hemos olvidado el placer de tener 25 kilos de mantas encima de nuestro cuerpo para poder dormir calentitos. Pero los días más helados esta superposición de algodón hilado no era suficiente, y entonces llegaba el placer supremo. El objeto que año a año aparecía cada noviembre. Una olvidada durante mucho tiempo durante el año, pero una amiga inseparable que, al menos a mí, me acompañó horas y horas, de hecho lo hizo noches enteras durante mi niñez. No es otra que esta:

Recuerdo que mi madre la preparaba con agua hirviendo un ratito antes de irme a la cama. La colocaba en la parte superior de la cama, debajo de las mantas, y al irme a dormir mi misión era la de colocarla a los pies y meterme dentro de la cama. Muchas veces el agua que contenía aun estaba extremadamente caliente y recuerdo «jugar» a ver cuanto rato aguantaba con los pies encima de ella sin apartarlos. Pero eso duraba poco rato, más pronto que tarde la temperatura llegaba a un punto en el que ya no había peligro de quemadura grave. Entonces era lo mejor, me quitaba los calcetines con una hábil maniobra de los pies (¡sin manos!), los dejaba reposar encima de la bolsa de agua caliente y realizaba un suave movimiento contra su superficie rugosa que me provocaba un placer que me hacia quedarme plácidamente dormido.

Había otros pequeños detalles que me gustaban de Noviembre. Por ejemplo cuando un día aparecían unos trabajadores anónimos cerca de los postes y las farolas de delante de la escuela y, en menos que canta un gallo, montaban las luces de navidad que aún no se encendían, pero que sabías que marcaban la proximidad de las festividades navideñas, de fin de año… ¡y del día de reyes! Pero aún quedaba esperar un poquito…

Si que había una cosa que no soportaba de noviembre: cuando llovía los días de cole. Odiaba, odiaba, odiaba ponerme las katiuskas y que el pie se recalentase y sudase sobremanera. Y me repugnaba, me repugnaba, me repugnaba el olor a humedad que había al llegar a clase y aquel serrín asqueroso que había invadido todo el piso de la escuela. Que vale, podía secar el suelo todo que quisieses, pero que resbalaba como una mala cosa.

Por suerte pude superar este pequeño trauma. Y como en muchas otras ocasiones fue gracias a la música que lo pude hacer. ¿Cómo? Pues un día de noviembre de 1991 me compré  un disco llamado «Use your Illusion I» (si viejun@s, antes la gente se compraba los discos) y en él había una maravilla de canción que hablaba sobre la lluvia de noviembre, una canción triste pero una canción increíble. Si alguien se había inspirado en esos días que yo odiaba para componer esa maravilla seguramente es que me había equivocado odiándolos:

Tomad la medicación…